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Descripción: la cocina

En la novela de Thomas Wolfe, El tiempo y el río, se hace la descripción de una cocina en la que no falta de nada. Compruébalo leyéndo el siguiente fragmento:

Era una cocina como nunca había visto ni soñado; en su amplitud, orden y extraordinaria limpieza, tenía la belleza de una gran máquina - una máquina de enorme poder, de fabulosa riqueza y complejidad -, que, con su ordenada magnificencia y abundancia, presentaba la nítida y resplandeciente precisión de una figura geométrica. Una inmensa instalación con fogones de hornillos enormes como los de los grandes restaurantes, resplandecía con la cuidada perfección de un automóvil de carreras. Había, además, una enorme cocina eléctrica, pulida como un ornamento de plata. Las ollas y cacerolas colgaban en hileras, relucientes, en ordenada profusión; había desde los grandes calderos de cobre, tan grandes como para cocinar un buey, hasta las pequeñas cacerolas y sartenes, tan pequeñas como para freír un huevo. Todas pendían allí en un orden regimentado, listas para ser usadas inmediatamente, brillantes como espejos, frotadas y pulidas hasta parecer discos relucientes, con la limpieza del cobre debidamente usado, del hierro y del acero pesado.
Los grandes armarios estaban repletos de pilas de piezas de porcelana y loza resplandeciente, en número suficiente para llenar las necesidades de un hotel. La larga mesa de la cocina era blanca y brillante como la mesa de un cirujano, así como las sillas y los demás objetos de madera; los fregadores y tuberías eran de porcelana marfileña, de limpio cobre pulido y de acero reluciente.

Sería imposible describir en detalle la opulenta variedad, la ordenada complejidad, la resplandeciente limpieza de la gran habitación, pero el efecto que producía sobre los sentidos era instantáneo y sorprendente. Era una de las habitaciones de uso práctico más bellas, espaciosas y magníficas que Eugene había visto en su vida: cada objeto tenía un uso determinado; no había nada en la habitación que no fuese necesario; y, sin embargo, el efecto de conjunto producía singular impresión de poder, espacio, comodidad, abundancia y bienestar.
Los anaqueles de la despensa estaban repletos de provisiones: una sorprendente variedad y abundancia de deliciosos manjares, suficientes para llenar una tienda de comestibles o para aprovisionar una expedición al Polo Norte; nunca había visto ni soñado algo semejante en una casa de campo.
De todo había allí, desde los productos corrientes que se hallan en toda cocina, hasta los más raros y exquisitos manjares que producen los climas y los mercados de la tierra. Había productos en latas, en frascos y en botellas. Había, además de productos envasados, tales como maíz, tomates, judías y guisantes, peras, ciruelas y melocotones, otros productos menos comunes: arenques, sardinas, olivas, encurtidos, mostaza, anchoas y otros entremeses. Había cajas de fruta confitada de California y pequeños cestos de frutas sazonadas con jengibre de la China; había costosas jaleas, verdes como esmeraldas o rojas como rubíes, más suaves que la crema batida; había aceites finos, vinagre en botellas, frascos de los más variados condimentos y cajas de especias surtidas. Había todo lo que pudiera imaginar, y en todas partes se percibía la misma limpieza esmerada y reluciente; pero aquí se sentía, además, ese tufillo penetrante, mágico, fragante que suele llenar las despensas: una fusión mágica y nostálgica de deliciosos olores, cuya naturaleza exacta es imposible describir, pero que huele a una mezcla de canela, pimienta, queso, jamón ahumado y clavo. (...)
(...) La gran nevera estaba repleta de manjares deliciosos, como no recordaba haber visto desde hacía muchos años: mirándolos, se le despertó un apetito voraz e insaciable. En el mismo momento en que sus ojos brillaban y se le hacía agua la boca ante el espectáculo de un suculento trozo de asado, su atención fue atraída por un sabroso pollo, cuya carne dorada y jugosa parecía pedir el ataque de los dientes. Pero entonces asaltó su olfato otra fragancia penetrante: eran las rebanadas rosadas y ahumadas de un jamón austríaco. ¿ Qué elegir: el asado de ternera, la blanca y tierna pechuga de pollo o el delicioso jamón austríaco? ¿O aquella fuente de legumbres frescas, deliciosamente congeladas bajo la capa de manteca derretida que las cubría, o aquella fuente de tiernos pepinos hervidos; o las rodajas de tomates , rojas, gruesas y maduras, pesadas como costillas; o aquella fuente de espárragos fríos; o la de maíz, o bien, uno de aquellos melones maduros, fragantes, frescos, de carne de blanca madurez; o una tajada gruesa y redonda arrancada del rojo corazón maduro de aquella sandía; o un tazón de frambuesas, más dulces que el azúcar; o una botella de aquella espesa y suculenta crema que ocupaba todo un compartimento del cofre lleno de tesoros de glotonería; o ...?”

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